El probiótico administrado a ratones deja un rastro de color si hay actividad tumoral

JAIME PRATS / NOTICIA MATERIA

La bacteria Escherichia coli es un ser vivo sencillo –tiene unos 4.300 genes- y vulgar –abunda en el intestino de aves y mamíferos, y por ello también en sus heces, normalmente, sin provocar mayores problemas-. Pero tras manipular convenientemente su genoma en el laboratorio es capaz de abandonar su papel (colaborar en el proceso digestivo) y asumir funciones complejas reservadas a sofisticados equipos de diagnóstico por imagen (TAC, resonancias magnéticas, tomografía por emisión de positrones) como la identificación de metástasis en el hígado de ratones. Si hay un tumor, el microorganismo lo señala con la coloración de la orina. “Han convertido las bacterias en bactodoctores“, resume el especialista en biología sintética de la Universitat de València (UV) Manuel Porcar.

Un grupo de la Universidad de California (San Diego) y el Massachusetts Institute of Technology (MIT) describe en Science Translational Medicine cómo han transformado una cepa de la bacteria en una herramienta de diagnóstico viva. La misma publicación recoge el trabajo de otro equipo, formado por investigadores de la Universidad de Stanford y de Montpellier, que, a través de una estrategia diferente, ha manipulado la E. coli para que identifique la presencia de glucosuria –exceso de glucosa ligada a la diabetes- también en la orina. En ambos casos, como detalla Porcar, investigador del Institut Cavanilles de Biodiversitat i Biologia Evolutivade la UV, el esquema empleado es el mismo: incorporar un número determinado de genes en la estructura de la bacteria para, primero, detectar una alteración del metabolismo sano –exceso de glucosa, un tumor- y, ante esta circunstancia, ser capaz de emitir una señal medible –normalmente con una coloración o una luminiscencia-.

La metástasis en el cáncer de hígado es especialmente difícil de detectar prematuramente mediante técnicas de diagnóstico por imagen y, cuando da la cara, frecuentemente es demasiado tarde para garantizar el éxito del tratamiento. Este órgano suele ser el principal destino hacia donde se diseminan otros tumores, como el colorrectal, de mama o de páncreas. De ahí el interés de los investigadores por diseñar un mecanismo que permita la identificación temprana de las neoplasias hepáticas mediante microorganismos modificados.

Los investigadores partieron de una característica que tienen bacterias como la E. coli: su capacidad de abrirse paso desde el tracto intestinal hacia el hígado y su afinidad por unirse al tejido tumoral y colonizarlo. “Nadie sabe con detalle por qué sucede, probablemente tenga que ver con la falta de actividad del sistema inmunitario y la abundancia de nutrientes en la zona”, comenta Arthur Prindle, uno de los autores del trabajo que ha dirigido Tal Danino (del MIT) y Jeff Hasty (de la UCSD.

Trabajaron con la subespecie de E. coli Nissle 1917, conocida por sus propiedades probióticas (microorganismos que en determinadas cantidades aportan beneficios a las personas, como las famosas Lactobacillus casei o bífidus introducidas en los lácteos). Es tan fácil de adquirir que se vende por Internet y su uso se recomienda para el tratamiento de la colitis ulcerosa, nada que ver con la función final adquirida tras la reinvención genética a la que ha sido sometida.

La primera parte del trabajo, encontrar la forma de que la bacteria se dirigiera al hígado, ya estaba resuelta. Si detectaba el tumor, lo colonizaría. Ahora faltaba que la bacteria –administrada en una píldora- fuera capaz de lanzar una señal en cuanto detectara tejido neoplásico. Para ello desarrollaron un complejo mecanismo en cadena. Insertaron en la bacteria un fragmento de ADN que produce una enzima (lacZ). Y desarrollaron un compuesto inyectable (galactosa unida a luciferina, una proteína luminiscente producida por las luciérnagas). La enzima se une al compuesto, lo fractura y libera la luciferina, que se filtra a través de los riñones y se expulsa por la orina. Es decir, si hay tumor, hay colonias de bacterias. Si hay bacterias hay producción enzimática. Y si hay enzimas, liberan la luciferina a la orina, una proteína que se puede detectar en sencillos test de laboratorio.

Los científicos recurrieron a ratones a los que indujeron tumores en el hígado para comprobar el procedimiento. Si las metástasis estaban presentes, debido a la reacción en cadena, la orina del ratón era roja.

El otro trabajo sigue una estrategia es radicalmente distinta. La bacteria modificada genéticamente no trabaja dentro del organismo, sino en unas esferas cubiertas de gel que se exponen a la orina y en función de la mayor o menor presencia de glucosa adquieren diferentes tonalidades, algo muy parecido a como funcionan los test de embarazo convencionales. En este caso, los investigadores han empleado las herramientas de la biología sintética para replicar estructuras de circuitos electrónicos que, en lugar de responder a impulsos eléctricos lo hacen a sustancias químicas.

“Aunque funciona, los tiempos del kit no son competitivos, ya que tarda entre 16 y 18 horas, cuando el resultado debe de ser inmediato” comenta Porcar, quien, por contra, destaca el trabajo relacionado con el cáncer: “tiene aportaciones muy relevantes”. Por ejemplo, haber conseguido transformar seres vivos en instrumentos de diagnóstico “in situ e in vivo“, es decir, haber desarrollado “un kit de detección de cáncer en el cuerpo”. “Su aplicación clínica es muy clara: permitiría no solo la detección de la metástasis, sino su respuesta al tratamiento a partir de las información que transmita la orina del paciente”, añade.

De momento, el trabajo es experimental y habría que observar si el mecanismo de acción se puede trasladar al cuerpo humano. Y medir otros aspectos, como el riesgo que supondría en las personas la infección inducida de bactodoctores. Con todo, los autores del trabajo ya están pensando en usar los microorganismos no solo para diagnosticar tumores, sino para curarlos.