La edición del epistolario del Nobel revela el expolio que sufrió su patrimonio

Cajal demostró que la mente humana estaba hecha del mismo material con que construyen los hígados de los ratones, las pieles de los abrig

JAVIER SAMPEDRO / NOTICIA MATERIA

Cuando Juan Antonio Fernández Santarén se planteó la tarea monumental de editar el epistolario de Santiago Ramón y Cajal, su mayor perplejidad era que, a casi 80 años de la muerte del Nobel, nadie hubiera tenido antes esa iniciativa, y que el material ni siquiera se hubiera inventariado hasta 2008. Mal podía imaginar lo que se le venía encima: una historia truculenta de expolio, negligencia y desidia que ha destruido un patrimonio histórico esencial, el legado del científico español más importante de todos los tiempos. Santarén ha logrado rescatar 3.510 cartas enviadas o recibidas por Cajal, pero estima que faltan otras 12.000, incluidas seguramente las más valiosas. ¿Dónde están? He aquí el misterio de las 12.000 cartas. Agárrense.

“Es evidente que parte de las cartas se han vendido”, dice Santarén, biólogo molecular, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y editor del Epistolario de Cajal recién publicado por La esfera de los libros. “Pero, de manera paradójica, es gracias a eso que se han conservado muchas de ellas, porque en el Instituto Cajal del CSIC, que es el depositario de los archivos que contenían el epistolario completo, quedan hoy muy pocas cartas”. Para ser exactos, 1.301 de las 15.000 que debió de haber en su día. Del año 1906, en el que Cajal ganó el Nobel, sólo quedan seis misivas.

La mayor parte de las cartas que se conservan, de hecho, no están donde deberían, sino en la Biblioteca Nacional de Madrid. ¿Cómo llegaron allí? Santarén lo averiguó en un brillante trabajo detectivesco. Las cartas fueron sustraídas del Instituto Cajal del CSIC en 1976 y ofrecidas a una librería de viejo del centro de Madrid, la de Luis Bardón en la plaza de San Martín.

Santarén ha logrado rescatar 3.510 cartas enviadas o recibidas por Cajal, pero estima que faltan otras 12.000

Bardón no dudó en comprarlas, como parece lógico, pero tuvo el atino de ofrecérselas a la Biblioteca Nacional, que las adquirió el 14 de diciembre de ese año. Esta institución no se molestó en denunciar unos hechos tan extraños, pero al menos ha conservado el material en perfecto estado. No puede decirse lo mismo de su depositario legal, que es el Instituto Cajal del CSIC.

El CSIC está históricamente adscrito al Ministerio de Ciencia –o a la secretaría de Estado que ocupe su lugar en los tiempos de recortes—, y la Biblioteca Nacional es parte esencial del Ministerio de Cultura. “Salvando las distancias”, dice con sorna Santarén, “¿alguien entendería que robaran Las Meninas del Museo del Prado y se las vendieran al Reina Sofía?”. Pues eso es lo que ha pasado con las cartas de Cajal, sin que nadie haya pestañeado, no hablemos ya de asumir responsabilidades. Ni de devolver el dinero.

Cajal jugando al ajedrez con Federico Olóriz en Miraflores de la Sierra (verano de 1898).

La fama de Cajal no es un fenómeno local. Cajal no solo es famoso en España por ser el primer –y casi el único— premio Nobel de la ciencia española. Si hay gente acostumbrada a recibir un premio Nobel detrás de otro, esos son los científicos estadounidenses, y es muy difícil encontrar un libro escrito por ellos donde no se cite a Cajal como un fundador de la neurociencia moderna.

¿Creen que el cerebro es un misterio? No lo es tanto. Antes de Cajal sí que era un misterio: una masa amorfa anegada de fluidos por los que de algún modo fluía el espíritu informe y contingente como un gas acoplado a la divinidad. Cajal devolvió la neurología al planeta Tierra, al mostrar –junto al italiano Camilo Golgi— que la mente humana estaba hecha del mismo material con que construyen los hígados de los ratones, las pieles de los abrigos y las sociedades de bacterias: de células individuales y autónomas, las neuronas, que de algún modo consiguen organizarse para generar la consciencia humana. El alma explicada.

Las cartas fueron sustraídas del Instituto Cajal del CSIC en 1976 y ofrecidas a una librería de viejo del centro de Madrid

Cajal obtuvo el Nobel en 1906, se convirtió enseguida en una celebridad mundial –al menos entre los científicos— y mantuvo, lógicamente, una actividad científica y una producción postal muy intensas en las décadas siguientes, comunicándose permanentemente con los histólogos preeminentes de su tiempo, y con científicos de otras áreas como Lorentz, que en la época también se carteaba con Einstein, impulsando el desarrollo de la relatividad y la cosmología moderna.

Cajal también se escribía con Rafael Lorente de No, uno de sus discípulos (imagen inferior), y su epistolario no solo habla de ciencia: en 1934 escribió a Justo Gómez Ocerín, embajador de España en el Vaticano, para que interviniese a favor de un colega italiano, Giuseppe Levi, que entonces tenía muchos problemas por su origen judío y porque un hijo suyo había sido acusado de difundir propaganda socialista. “Sería una desgracia para la ciencia italiana”, dice la carta (imagen superior), “el que, por una equivocación o por sospechas inconsistentes, fuera desterrado dicho sabio de su patria, cortando bruscamente una gloriosa carrera científica. ¿No podría usted hacer algo a favor de doctor Levi, cargado de años y de laureles y sin otras aspiraciones que seguir trabajando por el enaltecimiento de la ciencia italiana?” Su intervención tuvo éxito: poco después, el científico italiano era liberado.

Última carta escrita por Cajal a Rafael Lorente de No el 15 de octubre de 1934, dos días antes de fallecer.

Son hechos de un siglo de edad, y todos sabemos que el tiempo es una enfermedad que lo deteriora todo. Pero el mejor aliado del tiempo es la codicia, y el daño irreparable al legado de Cajal va más bien por este lado que por el del destino inevitable. Que el 75% de las cartas del genio se hayan perdido, o deslocalizado, es ya un hecho grave, pero el diablo mora en los detalles. Es fácil deducir –al menos para un buen científico como Santarén— que las cartas que quedan en los archivos son las menos interesantes, o las de menor valor comercial, para expresarlo mejor. Santarén tiene muchas evidencias de que las cartas ausentes han sido “seleccionadas” por su presunto valor pecuniario. Son pruebas sólidas para un científico, aunque quizá no para un juez. La justicia no ha evolucionado aún lo suficiente.

Aunque Santarén ha pasado cuatro años inmerso –o empantanado— en el inventario epistolar de Cajal, la situación con el resto del legado del histólogo es muy probablemente la misma, por decir lo menos. Las placas fotográficas y los dibujos originales de Cajal –algunos obras maestras de la ciencia y el arte— han pasado décadas preservados en cartones de galletas y cajas de Cinzano, con unos resultados francamente modestos. Las placas están rotas y se han perdido fragmentos. Tienen cinta de celo pegada en lugares inoportunos. Se han oxidado o reducido con la consiguiente pérdida de definición y color. Se han cubierto de barro y arena y desidia.

Algunas cartas de Cajal se conservan en el Instituto Karolinska de Estocolmo, que las ha preservado con veneración durante un siglo.

“Pero esto es España”, suspira Santarén. Esto es España.