Las experiencias que cambian la conducta social o emocional de una persona se convierten en rasgos que se pueden transmitir a las siguientes generaciones y que tienen importancia médica

JAVIER SAMPEDRO / NOTICIA MATERIA

Las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial fueron duras en la Holanda ocupada por los nazis. A instancias del Gobierno holandés en el exilio, los ferrocarriles se pusieron en huelga en septiembre de 1944, y los ocupantes alemanes embargaron en represalia todos los transportes de comida al oeste del país. A partir de noviembre, cuando el frío colaboró congelando los canales, se desató el Hongerwinter, el invierno del hambre, que mató a 20.000 personas y mandó a otros cuatro millones a la sopaboba. Audrey Hepburn fue una de las niñas afectadas.

El hambre –y la ocupación—se acabaron en mayo de 1945, pero sus efectos, de forma sorprendente, perduran hasta hoy. Las mujeres que estaban embarazadas durante el Hongerwinter tuvieron hijos y nietos afectados de obesidad, intolerancia a la glucosa, diabetes y enfermedad coronaria. En algunos de los nietos, se ha podido demostrar en 2008 que esas características estaban asociadas a cierta modificación singular (metilación del ADN) en los genes clave del metabolismo del azúcar. Son las marcas de fábrica del cambio epigenético.

Las mujeres que estaban embarazadas durante el Hongerwinter tuvieron hijos y nietos afectados de obesidad, intolerancia a la glucosa, diabetes y enfermedad coronaria

Esos cambios no afectan a la secuencia de ADN (gatacca…), sino a otras cosas que se le pegan encima (de ahí epi-) y afectan de manera crítica a su actividad. Los principales son los radicales más simples de la química orgánica (metilos, –CH3) y unas proteínas llamadas histonas, que a su vez también pueden modificarse por metilación y de otras formas. Estas modificaciones ocurren en respuesta al entorno, pero pueden ser muy estables y transmitirse hasta tres o cuatro generaciones después. No más allá, aparentemente.

El Hongerwinter es un raro experimento –uno de esos experimentos que normalmente no se pueden hacer en humanos—, y la mayor parte de lo que se sabe sobre la herencia de los caracteres adquiridos se ha aprendido en ratones en los últimos años. Johannes Bohacek e Isabelle Mansuy, del Laboratorio de Neuroepigenética de la Universidad de Zurich, compilaron los datos el mes pasado en Nature Review Genetics, centrándose sobre todo en el ángulo más chocante de este fenómeno: la herencia de los comportamientos adquiridos.

“Las experiencias con el entorno”, escribe Mansuy, pueden modificar el comportamiento social, emocional y cognitivo durante la vida del individuo, y resultar en rasgos de comportamiento que se pueden transmitir a las generaciones subsiguientes”. La condición para ello, desde luego, es que las modificaciones afecten a la línea germinal: óvulos, espermatozoides y las células que los producen en las gónadas. Sin pasar por ahí no se puede trasmitir nada, ni genética ni epigenéticamente.

Estas modificaciones ocurren en respuesta al entorno, pero pueden ser muy estables y transmitirse hasta tres o cuatro generaciones después

La mera frase “herencia de los caracteres adquiridos” sonaría como una herejía a oídos de cualquier biólogo del siglo XX. Es la definición común del lamarckismo. ¿Cómo evolucionó el cuello de la jirafa? Lamarck, el mayor evolucionista anterior a Darwin, propuso que los esfuerzos de cada jirafa por alcanzar las hojas más altas de los árboles estirarían su cuello, y que ese alargamiento se transmitiría a la descendencia.

La selección natural propuesta por Darwin ofrece una explicación radicalmente distinta: la longitud del cuello varía un poco al azar en cada generación; las pre-jirafas que no alcanzan las hojas mueren sin descendencia, y las únicas que sobreviven son las que nacieron con el cuello un poquito más largo; si ocurre lo mismo una generación tras otra, acabamos generando el cuello de la jirafa por selección natural.

Pese a que la mayoría de los datos provengan de modelos animales, Mansuy está convencida de que este tipo de herencia –epigenética, o lamarckiana si se quiere, aunque ella no utiliza esa palabra tóxica— es crucial para la genética médica. “Ayuda a explicar el origen y la heredabilidad de enfermedades psiquiátricas tan comunes como la depresión, las alteraciones de la personalidad, la ansiedad y el autismo”, dice.

¿Vuelve Lamarck? En cierto modo nunca se fue: el propio Darwin consideró mecanismos lamarckistas para acelerar la selección natural

Aclarar sus mecanismos, por tanto, puede tener importancia para su diagnóstico, y tal vez para su prevención. El sueño de poder aliviar esas enfermedades borrando las modificaciones epigenéticas pertinentes es, de momento eso, un sueño. Pero no hay ningún impedimento de principio para que algún día lejano sea posible.

Ya lo ven. Aunque no explique el cuello de las jirafas, la herencia de los caracteres adquiridos existe, y tiene importancia médica. ¿Vuelve Lamarck? En cierto modo nunca se fue: el propio Darwin consideró mecanismos lamarckistas para acelerar la selección natural. Esa es la situación a la que parecemos volver después de un siglo XX lleno de dogmatismos poco científicos. Permanezcan con la mente abierta.