EscepticemiaPublications

GONZALO CASINO / @gonzalocasino / gcasino@escepticemia.com / www.escepticemia.com

Sobre el estudio de las formas de la falsedad y el servicio de los verificadores

En respuesta a la avalancha de desinformación sobre la pandemia, las verificaciones de plataformas independientes aumentaron un 900% entre enero y marzo de 2020, según un informe del Reuters Institute for the Study of Journalism. En la muestra de 225 piezas de desinformación, el 59% implica alguna forma de reelaboración o recontextualización de la información existente, a menudo verdadera; el 38% es información inventada, y el 3%, bromas; en las redes sociales, los porcentajes son 87%, 12% y 1%, respectivamente. En la muestra no se encontraron ejemplos de falsificaciones profundas. El informe habla solo de desinformación y evita términos tan populares como fake news (noticias falsas) y hoax (bulos). Pero ¿hay que dar por buena esta categorización? ¿Cómo clasificar la desinformación en español?

En español, la palabra bulo se ha hecho un hueco en el discurso público y tiene el viento de cara para hacer fortuna, por su brevedad (las palabras cortas se usan más), el consenso que suscita y la preocupación creciente sobre la desinformación.  Aunque la primera aparición registrada en las bases de datos de la Real Academia Española (RAE) es de 1481 (“El que de Medina arranca/aunque lleve bulo y bula/si se le manca la mula/no dexara de ser manca”), no entró en su diccionario hasta 1992. Su popularidad ha crecido en los últimos años, especialmente con la pandemia de covid-19, como muestra la herramienta Google Trends, que registra la frecuencia de las búsquedas de Google y marca el apogeo para “bulo” en abril de 2020.

El término parece estar cuajando gracias el respaldo de las organizaciones de verificación y los medios de comunicación, que nunca se sintieron muy a gusto con el término fake news, e incluso de los investigadores en comunicación. La definición común de bulo como “noticia falsa propalada con algún fin” (RAE) ha sido precisada en un artículo del grupo de Ramón Salaverría, de la Universidad de Navarra como “todo contenido intencionadamente falso y de apariencia verdadera, concebido con el fin de engañar a la ciudadanía, y difundido públicamente por cualquier plataforma o medio de comunicación social”. Ambas definiciones tienen un claro matiz finalista en la difusión de la falsedad, y esto hace que el concepto tenga unos límites difusos.

Asumir voluntariedad en la difusión de cualquier falsedad implica ignorar que junto con el engaño deliberado puede haber otros motivos, como la exageración, la broma o la simple redifusión ignorante y bienintencionada. Por eso, resulta acertada y bienvenida la propuesta del grupo de Salaverría de clasificar los bulos en cuatro tipos: broma, exageración, descontextualización (por ejemplo, difundir una imagen de un suceso en otro contexto) y engaño. Esta clasificación tiene además la virtualidad de establecer cuatro grados de falsedad y voluntariedad, correspondiendo el más alto en las dos escalas al engaño y el más bajo a la broma, aunque no siempre sea fácil encuadrar algunos bulos.

El análisis de los bulos sobre la covid-19 detectados por tres plataformas de verificación españolas (Maldita, Newtral y EFE Verifica), del 14 de marzo al 13 de abril de 2020, muestra que la mayoría (89,1) se difundieron por las redes sociales, especialmente por WhatsApp, y muy pocos (3,9%) por medios periodísticos, siendo el tipo más frecuente el engaño (64,4%). Ciertamente, las organizaciones de verificación se centran más en desmentir lo que tiene trazas de ser un engaño que una broma. Está por ver cuál es la frecuencia de estos cuatro tipos de bulos en el mundo real, sin el filtro de las organizaciones de verificación. Pero sea cual sea esta distribución lo que está claro es que el trabajo de académicos y verificadores está contribuyendo a la alfabetización de la ciudadanía en medios de comunicación y en ciencia y salud. Y, de paso, agudizando su sentido crítico.


Autor
Gonzalo Casino es periodista científico, doctor en medicina y profesor de periodismo en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Ha sido coordinador de las páginas de salud del diario El País durante una década y director editorial de Ediciones Doyma/Elsevier. Publica el blog Escepticemia desde 1999.

———————————–

Columna patrocinada por IntraMed y la Fundación Dr. Antoni Esteve