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GONZALO CASINO / @gonzalocasino / gcasino@escepticemia.com / www.escepticemia.com

Sobre el miedo a la inteligencia artificial y las respuestas emocionales

“Buscábamos algo mejor que un algoritmo para recomendarte libros y lo hemos encontrado: personas”. Este lema de Librotea, el recomendador de libros del periódico El País, encierra una verdad de Perogrullo (una persona es sin duda algo cualitativamente mejor que un algoritmo), pero deja entrever una cierta prevención hacia ese ente misterioso, secreto y terrible que es, para muchos, un algoritmo. El término ha ganado popularidad gracias a los buscadores, las redes sociales, el big data y las aplicaciones de la inteligencia artificial. Y esta popularidad va de la mano de un cierto miedo supersticioso al daño que creemos que nos puede hacer un algoritmo, desde amenazar nuestra libertad a quitarnos el puesto de trabajo.

Este miedo se deriva en parte de los anuncios personalizados que vemos cuando navegamos por internet y a la difusión individualizada de noticias falsas en las redes sociales, pero es también un miedo a lo desconocido, a las posibilidades no bien comprendidas de la inteligencia artificial y del big data. Sin embargo, un algoritmo no es más que una simple lista de instrucciones para resolver un problema. Una receta de cocina es un algoritmo elemental que nos permite elaborar un plato, pero no tiene nada que ver con el que es capaz de detectar nuestros intereses de consumo en función de lo que buscamos y leemos en la red, o con los sofisticados algoritmos de un sistema experto para diagnostico médico. Todo son, efectivamente, algoritmos, pero ninguno de ellos nos va a hacer la comida ni va a comprar o votar por nosotros. Lo que sí pueden hacer algunos es presentarnos en bandeja un tipo de información que puede disparar nuestras respuestas más emocionales.

En su reciente artículo Marion Cotillard y las amígdalas, la directora de cine y librepensadora Isabel Coixet hablaba del “maldito algoritmo” que amenaza con  conformar nuestra forma de consumir, votar y vivir, a la vez que reconocía que el mayor peligro no son los algoritmos en sí, sino la tendencia humana a lo más fácil. Esta propensión a la pereza intelectual es lo que nos impulsa a insultar antes de razonar, a adoptar acríticamente las opiniones ajenas más afines a nuestros prejuicios y emociones, y a inhibirnos de la fatigosa tarea de pensar por uno mismo. Así pues, no es tanto el algoritmo el que conquista nuestra voluntad como nosotros quienes dejamos algunas decisiones al albur de informaciones de lo más peregrinas. El consumo de noticias en las redes sociales en detrimento de las que producen los medios de comunicación, como resultado de su intermediación profesional, es un terreno abonado para este tipo de reclamos poco fiables y de estímulos para nuestra siempre despierta amígdala cerebral, un enclave principal para el procesamiento de las emociones y las respuestas conductuales asociadas (también mencionaba Coixet a la amígdala, a la que confundía, en broma o por error, con las amígdalas).

El miedo y el rechazo que provocan los algoritmos es, por tanto, una respuesta amigdalina, emocional y primaria, que no está del todo justificada o no lo está en muchos casos. Los algoritmos, como los cuchillos, pueden usarse para bien o para mal. Y hay, ciertamente, un sinfín de buenas aplicaciones. En medicina, sin ir más lejos, tienen un futuro prometedor en muchos campos, como por ejemplo la interpretación de imágenes médicas, el análisis masivo de datos clínicos, la cirugía robotizada, el desarrollo de fármacos y el apoyo a la toma de decisiones médicas. Los humanos no somos capaces de resolver problemas como lo hace un algoritmo, entre otras cosas porque tenemos amígdala.


Autor
Gonzalo Casino es periodista científico, doctor en medicina y profesor de periodismo en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Ha sido coordinador de las páginas de salud del diario El País durante una década y director editorial de Ediciones Doyma/Elsevier. Publica el blog Escepticemia desde 1999.

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Columna patrocinada por IntraMed y la Fundación Dr. Antoni Esteve