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Detrás de la orientación de las palomas, como detrás de casi todo, solo hay química y un poco de física

ADELA MUÑOZ PÁEZ | Artículo original

Cuando era pequeña me fascinaba la capacidad de las palomas mensajeras para orientarse sin tener conocimientos cartográficos ni emplear mapas o brújulas. “Es el instinto“, decían los mayores, y yo me quedaba cavilando qué sería eso del instinto. A comienzos del siglo XXI hay estudios que indican que las palomas sí usan brújulas que les permiten orientarse en el campo magnético de la Tierra, como las limaduras de hierro o los alfileres en las proximidades de un imán. No obstante, todavía no se sabe dónde las tienen y cómo funcionan.

Los primeros indicios de que había seres vivos que se orientaban en campos magnéticos se publicaron hace más de 50 años. La clave era que tenían diminutas partículas de magnetita, el óxido de hierro Fe3O4 que tiene propiedades magnéticas. Desde entonces se ha descubierto que estas partículas están presentes en cientos de seres vivos, incluido el ser humano. Las dificultades para estudiarlas se deberían a que eran tan pequeñas (unas decenas de nanómetros, 1 metro= 1.000.000.000 nanómetros), que no había herramientas lo suficientemente sensibles para detectarlas. Pero hoy, con ayuda de instrumentos como los microscopios electrónicos de transmisión de alta resolución, que pueden ampliar las imágenes hasta un millón de veces, podemos descubrir nuevos mundos con cosas tan fascinantes como estas nanopartículas de magnetita.

Bacterias magnetotácticas

La primera cuestión era de dónde salían estas partículas. Antes de conocer su función se especuló con que su origen era fruto de la contaminación. Pero esta hipótesis fue descartada tras descubrirse la existencia de unas bacterias que se alineaban con los campos magnéticos, llamadas por ello magnetotácticas. Su secreto era que sintetizaban magnetita a partir del hierro de sus nutrientes y la recubrían de una membrana que procesaba la información sobre el campo magnético y les permitía orientarse en él. Por los fósiles encontrados sabemos que estas bacterias existían en la Tierra hace millones de años; actualmente viven en lagos pobres en oxígeno. Las partículas de magnetita que contienen son cristalinas, es decir, los átomos que las forman están perfectamente ordenados, tienen unos tamaños muy similares en el rango entre 35 y 120 nanómetros y presentan un solo dominio magnético, es decir, son imanes diminutos con un solo polo norte y uno sur. Las bacterias usan estas nanopartículas de magnetita encapsuladas, llamados magnetosomas, como la aguja de una brújula. La orientación norte-sur les proporciona información indirecta sobre la dirección vertical que necesitan para encontrar las regiones con concentraciones óptimas de oxígeno para su crecimiento.

Un misterio sin resolver

Estas fascinantes bacterias son tan buenas sintetizando magnetita que algunos laboratorios están usándolas como microreactores. Las palomas, seres infinitamente más complejos que las bacterias, emplean para orientarse mecanismos mucho más complejos que hasta hace poco eran completamente desconocidos. Pero en 2004 se publicó un artículo en la revista ‘Nature’ que pareció dar la clave para entenderlo: en él que se demostraba que las palomas eran sensibles a los campos magnéticos y que, contra lo que se había pensado hasta entonces, el sentido del olfato no era la base de su sentido de la orientación. Todo apuntaba a que los cristales de magnetita alojados en sus picos eran la brújulas que las orientaban. No obstante, estudios posteriores han puesto de manifiesto que las células que almacenan hierro en el pico de las palomas son macrófagos, es decir que almacenan productos de  desecho, por lo que el misterio sigue sin resolverse. 

Sin embargo, hoy sabemos mucho más sobre el instinto. Por ejemplo ¿cómo saben las bacterias hacer los nanocristales de magnetita y usarlos? De la misma forma que todos los seres vivos saben cómo multiplicarse o crecer: a partir de la información contenida en las moléculas de ADN, una especie de diminuto libro de instrucciones que tenemos los seres vivos en cada una de nuestras células. Es decir, el instinto está en el ADN y no es más que química.

¿Y qué hay de la orientación de las palomas? Aunque no conocemos el mecanismo en detalle, hoy sabemos mucho más que hace 50 años: que, además del instinto, es decir, de la química, hay implicados campos magnéticos, es decir física. Concluyendo: detrás de la orientación de las palomas, como detrás de casi todo, solo hay química y un poco de física. 

La autora de este artículo forma parte de la Red de Científicas Comunicadoras de El Periódico.