A lo largo de la historia, la investigación científica ha marginado, manipulado, ignorado e incluso torturado a las mujeres. El problema persiste

JAVIER SALAS / NOTICIA MATERIA

La ciencia ha maltratado a las mujeres. Jocelyn Bell descubrió los púlsares, pero el Nobel de Física se lo llevó su director de tesis. A la actual presidenta de la Unión Astronómica la mandaron a trabajar al despacho de su marido. Durante décadas, a las que se salían del carril de lo socialmente aceptado se las torturó inventando enfermedades como la histeria y remedios que pasaban por mutilarlas, arrancando órganos de sus entrañas. Las mentes (masculinas) más sesudas desarrollaron teorías para explicar la inferioridad de las mujeres y, de este modo, justificar su sometimiento. Los ejemplos del pasado son innumerables.

“En las mujeres están más fuertemente marcadas algunas facultades que son características de las razas inferiores y de un estado pasado e inferior de civilización”, escribió Darwin

Pero no es únicamente cosa del pasado. Hoy, 8 de marzo, hay una sola mujer por cada nueve hombres en la élite de la ciencia europea. Solo el 25% de los investigadores mejor pagados de la mayor institución científica española son mujeres. Ninguna mujer dirige un organismo público de investigación en España. Los estereotipos siguen señalando que la ciencia es cosa de hombres. Continuamos discriminando y humillando a las deportistas por su físico. Le inculcamos a las niñas que no son tan brillantes como los niños. El ambiente en los laboratorios sigue siendo machista. Y John sigue sacando mejor nota que Jennifer aunque su currículum sea el mismo.

“En definitiva, la pregunta que nos queda tras este viaje es si nos encontramos ante ejemplos de mala ciencia o de ciencia al uso. Si mejorar la ciencia consistirá en eli­minar los sesgos de género, si eso es posible, o si nos ten­dremos que replantear otras formas de hacer ciencia”. Con esta contundencia concluye un libro fundamental para entender el problema de la desigualdad en este campo, escrito por Eulalia Pérez Sedeño y S. García Dauder, Las ‘mentiras’ científicas sobre las mujeres, recién publicado por Catarata. Una contundencia nada exagerada tras el detallado repaso que este trabajo da al machismo que discrimina en la ciencia, por la ciencia y gracias a la ciencia.

La medicina aplica a las mujeres investigaciones realizadas en hombres, incluso aunque los resultados para ellas en el diagnóstico, la prevención y el tratamiento no se hayan estudiado de manera adecuada

Para empezar, Pérez y García muestran en su libro que los científicos siempre han estado ahí para dar argumentos a quienes querían que las mujeres fueran humanos de segunda. “Se admite por lo general que en las mujeres están más fuertemente marcados que en los hombres los poderes de intuición, percepción rápida y quizás de imitación; pero al menos alguna de estas facultades son características de las razas inferiores y, por tanto, de un estado pasado e inferior de civilización”, escribía en 1871 Charles Darwin, cuyas teorías sirvieron para cimentar la idea de que las mujeres eran una versión menos evolucionada del hombre, como probaba el hecho de que su cráneo fuera más pequeño, por ejemplo. Este corpus ideológico venía de lejos: “Aristóteles fue el primero en dar una explicación biológica y sistemática de la mujer, en la que esta aparece como un hombre imperfecto, justifi­cando así el papel subordinado que social y moralmente debían desempeñar las mujeres en la polis”, escriben los autores. Tuvo que llegar un ejército de prestigiosas primatólogas y antropólogas, defiende el libro, a tumbar el mito evolutivo de los evolucionados cazadores machos que alimentaban a las pasivas hembras.

A las mujeres se las puso un escalón por debajo de los hombres y eso se aplicaba también a la ciencia médica. La salud de las mujeres, el conocimiento de sus cuerpos y sus enfermedades, estaba relegado a un segundo plano y circunscrito a un único tema concreto: “Durante mucho tiempo se supuso que la «salud de las mujeres» hacía referencia a la salud reproductiva, lo que incluía la atención al parto, la anticoncepción, el aborto, el cáncer de útero, el síndrome premenstrual y otras enfer­medades específicamente femeninas”.

“Durante el siglo XIX y principios del XX, «enfermedades sociales y psicológicas» como el femi­nismo y el lesbianismo se asociaban también a la sexuali­dad clitoridiana”, denuncia el libro

Los cuerpos de las mujeres han sido considerados una desviación de la norma masculina, explican Pérez y García, y los resultados de la investigación médica que se llevan a cabo entre hombres se aplican más tarde a las mujeres, “incluso aunque los resultados para las mujeres en el diagnóstico, la prevención y el tratamiento no se hayan estudiado de manera adecuada”. Durante años, las mujeres estuvieron sistemática­mente excluidas de los ensayos clínicos para nuevos medicamentos: hasta 1988, los ensayos de la agencia estatal de EEUU solo incluían a hombres, por lo que se desconocía si tendrían efectos adversos desconocidos en ellas (o si se descubrirían remedios que les fueran más favorables). Hoy en día, todavía hay grandes lagunas en el conocimiento específico de la salud de las mujeres y siguen siendo minoría (o inexistentes) en numerosos estudios de biomedicina.

Quizá el paradigma de la ignorancia sobre el cuerpo de la mujer sea el desconocimiento histórico de la anatomía del clítoris, órgano olvidado por la medicina, por la insistencia sesgada en el aspecto reproductivo en la investigación. Esto llevó a que tuvieran que ser activistas en la década de 1970 las que comenzaran a explorar su cuerpo para aprender más, en talleres que eran a la vez actos políticos, de investigación y divulgación. “Durante el siglo XIX y principios del XX, «enfermedades sociales y psicológicas» como el femi­nismo y el lesbianismo se asociaban también a la sexuali­dad clitoridiana”, explica el libro, adentrándonos en otro de los capítulos más importantes del relato: cómo la ciencia convierte la naturaleza de las mujeres en patologías a curar, en problemas a extirpar, en trastornos que se deben tratar.

“La fabricación de enfermedades mentales ha sido un dis­positivo muy eficaz de control y regulación tanto de la feminidad como de la sexualidad de las mujeres”, resumen en el texto

“La fabricación de enfermedades mentales ha sido un dis­positivo muy eficaz de control y regulación tanto de la feminidad como de la sexualidad de las mujeres”, resumen en el texto. Por ejemplo, en el siglo XIX se vivió una epidemia de histeria, ese supuesto trastorno mental de las mujeres que se trataba con torturas psicológicas o extirpando sus ovarios o su útero. En el libro se reseñan varios casos espeluznantes, como cuando un reconocido doctor explicaba: “Decidí privarle de los ovarios, esperando así extir­parle sus pervertidos instintos”, porque su paciente sufría ataques tras un aborto y el médico descubrió que de joven se masturbaba. “No ha vuelto a sus hábitos degradantes, deseosa y ansiosa de atender su hogar”, se congratulaba después. Hace poco se descubrió que Constance Lloyd, mujer de Oscar Wilde, murió tras una operación para extirpar sus ovarios a manos de un especialista en “locura pélvica”, cuando en realidad tenía esclerosis.

Todavía hoy la ciencia consiente que situaciones naturales de la vida de la mujer se conviertan en dolencias que necesitan medicamentos: la construcción social de la enfermedad se ha transformado en un artefacto comercial que atiende a los intereses de la industria. Solo así se explica que llegara a las farmacias la viagra rosa. “Medicalizar los pro­blemas de la vida cotidiana de las mujeres o sus procesos naturales o fisiológicos (como ha ocurrido con la meno­pausia o la menstruación); convertir malestares producto de desigualdades de género en patologías individuales (como ocurrió con la histeria o la depresión); o medicalizar una faceta de la vida de las mujeres (su sexualidad, por ejemplo)”, enumeran Pérez y García, antes de detenerse en estos supuestos problemas actuales como el síndrome premenstrual, la menopausia o la regla (“las prioridades de investigación se han centrado más en encontrar medicación anticonceptiva que en ayudar a la regulación del ciclo y sus dolores”).

En el siglo XIX se vivió una epidemia de histeria, ese supuesto trastorno mental de las mujeres que se trataba con torturas psicológicas o extirpando sus ovarios

Frente a todos estos graves casos de discriminación, en los que “lejos de la neutralidad y asepsia pretendida por el canon científico, los valores se cuelan irremediablemente”, Pérez Sedeño y García Dauder proponen una solución bien sencilla: mejorar el acceso de la mujer a los distintos campos de la investigación. “Cuando la ciencia se hace desde el punto de vista de grupos tradicionalmente excluidos de la comu­nidad científica, se identifican muchos campos de igno­rancia, se desvelan secretos, se visibilizan otras priorida­des, se formulan nuevas preguntas y se critican los valores hegemónicos (a veces, incluso, se provocan auténticos cambios de paradigma)”.