El matrimonio de galardonados en Medicina este año, Edvard y May-Britt Moser, estudian el ‘GPS’ del cerebro

Visitamos su laboratorio en la ciudad universitaria de Trondheim (Noruega)

FEDERICO KUKSO (TRONDHEIM/NORUEGA) / NOTICIA MATERIA

“Por favor, pónganse guardapolvos, gorro y protector para el calzado”. El tour está por comenzar y todos obedecen sin protestar las palabras cargadas de amabilidad y entusiasmo de Edvard I. Moser. Y como si estuviesen vestidos para ingresar a un quirófano, entran. No se trata de un laboratorio de bioseguridad nivel 4 donde se contienen agentes patógenos como el virus de Marburg o el de la fiebre hemorrágica del Congo. Tampoco es una instalación donde se ensambla y pone a punto una sonda espacial para enviar a Marte. En el cuarto piso del Kavli Institute for Systems Neuroscience en la pequeña ciudad universitaria de Trondheim, en Noruega, se encuentra uno de los tantos laboratorios en el mundo que buscan entender cada día un poco más el objeto más complejo del universo: el cerebro.

No es precisamente el mejor sitio para perderse. En estos pasillos y cuartos donde reina el silencio y en los que solo flota el aroma floral de algún desinfectante, el matrimonio de neurocientíficos cognitivos Edvard y May-Britt Moser -dos celebridades en Noruega- estudian cómo navegamos a través del espacio, cómo nos ubicamos. Este matrimonio se convirtió el lunes en el quinto de la historia en recibir un premio Nobel, en su caso, el de Medicina, por descubrir el GPS de nuestro cerebro.

“Nunca estamos del todo perdidos”, cuenta May-Britt, quien no aparenta los 51 años que dice tener y que sale a correr todos los días a la siete de la mañana a lo largo y ancho de esta ciudad, ubicada a 350 km al sur del Círculo Polar Ártico. “Al no poder hacerlo en seres humanos, estudiamos en ratas cómo su cerebro sabe dónde están en cada momento, a dónde quieren ir, cuándo doblar, cuándo detenerse, cómo moverse por el mundo”.

Para hacerlo, le implantan a los roedores electrodos en su cerebro -del tamaño de una uva- para mapear su actividad cerebral. Así fue cómo en 2005, May-Britt y Edvard saltaron a la fama: por entonces, esta pareja -que se conoció al principio de los ochenta en la Universidad de Oslo y cuyas fotografías se ven tanto en el aeropuerto local al lado de deportistas y actores como en las calles- descubrió un grupo especial de neuronas ubicadas en una región del cerebro de las ratas conocida como córtex entorrinal, junto al hipocampo y del tamaño de una semilla de uva, que funcionan como un sistema de navegación natural y que permite a estos animales saber dónde están, dónde estuvieron y a dónde se dirigen. En una investigación publicada en la revista Nature, las llamaron “grid cells” o “células cuadrícula” que, junto a las “células de posicionamiento” halladas por John O´Keefe en 1971 -el tercer Nobel de este año-, funcionan como un GPS interno en el cerebro: un sistema de mapeo que permite determinar la posición del sujeto y facilita la navegación.

Implantan a los roedores electrodos en su cerebro -del tamaño de una uva- para mapear su actividad cerebral

“Sabemos que estas células nerviosas se encuentran también el cerebro de los primates y estamos casi seguros que se van a hallar en todos los mamíferos, entre ellos, en los seres humanos”, asegura Edvard, fanático de los volcanes y el alpinismo y quien le pidió matrimonio a May-Britt en la cima del Kilimanjaro,en Tanzania, en 1985.

En el reducido grupo de periodistas y curiosos que conforman este tour por las instalaciones donde esta pareja pasa la mayor parte de sus días, hay otra celebridad, una verdadera estrella científica internacional: la neuropsicóloga canadiense de 96 años Brenda Milner, conocida por sus estudios pioneros de la memoria y por sus investigaciones con H.M., uno de los pacientes más famosos de la ciencia, y reciente ganadora del prestigioso Premio Kavli.

May-Britt toma a esta pequeña pero vital mujer del brazo y la escolta a la primera estación del recorrido: una sala donde se alojan y duermen las ratas. Un cartel pegado en la pared dice en tipografía Comic Sans: “Recordatorio: cuando tenga que agarrar a una rata, nunca lo haga por la cola. Ni por un milisegundo, hacerlo estresaría al animal”. Así es como May-Britt toma con paciencia a uno de los animalitos y se lo presenta a su colega: “Ésta es una de nuestras verdaderas estrellas. Es una campeona. Dile ‘hola’ a Brenda”, le pide la investigadora a la rata.

Sabemos que estas células nerviosas se encuentran también el cerebro de los primates”, señala la investigadora

May-Britt y Edvard saben que son una anomalía en el paisaje científico internacional. No es común que un matrimonio de investigadores trabaje codo a codo en el mismo tema y en el mismo lugar. De ahí que no les extraña ser continuamente comparados con Pierre y Marie Curie. “Por suerte no manipulamos material radiactivo”, bromea May-Britt, quien creció en una granja en una pequeña isla llamada Fosnavåg.

En 1995, con dos hijas a cuestas y habiendo recientemente terminado sus respectivos doctorados, Mary-Britt y Edvard Moser tomaron una decisión que les cambió la vida: abandonaron momentáneamente la tranquilidad y el frío de Noruega y volcaron toda su curiosidad y entusiasmo en los mejores laboratorios del mundo. Así, primero pasaron un par de años en el Centro de Neurociencias de la Universidad de Edimburgo, Escocia, bajo la dirección de Richard Morris y luego una temporada en el laboratorio de quien desde entonces es su mentor, John O´Keefe, en Londres. A quien han concedido el Nobel de Medicina este año junto al matrimonio Moser.

Hasta que en 2007, al fin, decidieron que era hora de volver a Noruega para instalar casi desde la nada su propio centro de experimentación, el Kavli Institute for Systems Neuroscience de la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología (NTNU) en Trondheim, una ciudad de 180.000 habitantes cruzada por el río Nidelva, fundada por los vikingos en el siglo X y cuyo nombre significa “hogar donde se crece sano”.

En 1995 abandonaron Noruega y volcaron toda su curiosidad y entusiasmo en los mejores laboratorios del mundo

“Al principio, el laboratorio parecía un refugio antibombas”, recuerda la investigadora, “pero poco a poco fuimos creciendo”. Desde 2005, este dúo científico no deja de ganar premios: recibieron el Louis-Jeante, el Anders Jahre, el Perl-UNC Neuroscience Prize, el Louisa Gross Horwitz Prize y el Karl Spencer Lashley. Las paredes del laboratorio llevan registro de sus logros: los muros están decorados con fotografías en las que se ve a los miembros del equipo de investigación alegres y abrazados con copas en alto en pleno brindis. También hay fotografías en las que han quedado inmortalizadas visitas de ministros de ciencia; filántropos, como el multimillonario Fred Kavli, y el neurocientífico Eric Kandel con su marca registrada, el corbatín rojo.

Tanto May-Britt como Edvard –quien suele asistir a cócteles científicos con traje y zapatillas– saben que sus investigaciones podrían tener futuras aplicaciones tanto en el estudio de cómo funciona nuestra memoria espacial como en el tratamiento de enfermedades neurológicas, por ejemplo, el mal de Alzheimer: al fin y al cabo, el área cerebral donde se encuentran las células cuadrícula que descubrieron es de las primeras en atrofiarse en personas que padecen esta enfermedad. Lo cual explica por qué los primeros síntomas que sufren los pacientes de alzhéimer son los de sentirse perdidos y mareados.

Al ritmo de las explicaciones, el tour avanza. En cada sala del laboratorio, un nuevo experimento busca desentrañar los misterios de cómo funciona el cerebro. En uno de ellos, por ejemplo, una rata -con electrodos que sobresalen de su cabeza como si fueran antenas- recorre un laberinto. Una investigadora le arroja galletitas. El roedor se mueve primero a la derecha. Avanza y luego gira a la izquierda. Y cada vez que lo hace, una computadora registra sus movimientos.

Engañamos a las ratas. Les cambiamos los ambientes y vemos cómo reaccionan: primero se confunden hasta que encuentran nuevamente el trayecto”, explica Edvard

En otra sala, una rata se desplaza sobre una bola estacionaria en lo que parece ser una pequeña sala de realidad virtual. El animal mueve sus patas pero no da un solo paso: lo único que cambia son las imágenes de la pantalla que tiene enfrente. Así los investigadores pueden saber precisamente qué neuronas -entre los millones que forman su cerebro- se activan cada vez que el roedor se desplaza en un espacio virtual. O cómo recuerda su trayectoria. Al medir la actividad eléctrica, por ejemplo, los científicos pudieron comprobar que cada memoria mide sólo 125 milésimas de segundo.

“Engañamos a la rata para que crea que su ambiente cambia”, explica Edvard. “Les cambiamos los ambientes y vemos cómo reaccionan: primero se confunden hasta que encuentran nuevamente el trayecto”.

El tour concluye. Brenda Milner, sonriente y algo cansada, estampa su firma en un cuaderno donde deja constancia de su estelar visita. Hay que devolver los guardapolvos y los gorros. Y la foto que sacan es una imagen congelada en el tiempo que terminará colgada en una pared de este laboratorio cercano al Ártico en el que memoria, desplazamiento y espacialidad pierden, día a día, una capa de misterio.