El amor romántico puede no estar inscrito en nuestra biología, como muchos otros rasgos que después de un reciclaje evolutivo se han convertido en aspectos muy humanos

DANIEL MEDIAVILLA / NOTICIA MATERIA

Hay una anécdota, probablemente apócrifa, protagonizada por el presidente de EEUU Calvin Coolidge y su esposa Grace que ilustra un fenómeno amenazador para cierta idea del amor. Durante una visita a una granja de pollos, la pareja avanzaba en grupos separados y le tocó a la Primera Dama llegar antes a la zona utilizada para cruzar a los gallos y a las gallinas. Allí, después de que un empleado explicase el proceso, la señora Coolidge le planteó una duda: “¿Cuántas veces al día monta el macho a las hembras?”. “Muchas veces”, respondió el granjero. Y ella remachó: “Pues ahora, cuando el presidente pase por aquí, se lo cuenta”.

Algunos rasgos de nuestra fisiología, como el tamaño y la forma del pene, muestran que no hemos evolucionado para entregarnos a un solo amor

Cuando el presidente llegó al mismo punto de la visita, el empleado le dio el recado que había dejado su esposa y dejó pensativo al presidente. “Entonces, dígame, ¿el gallo elige siempre a la misma gallina cada vez que lo hace?”. “No, no, a una diferente cada vez”, respondió el granjero. “Por favor”, contestó el presidente, “cuéntele eso a la señora Cooldige”.

Esta historia es la que da nombre al Efecto Coolidge, un término empleado por los biólogos para explicar un fenómeno habitual entre los mamíferos. El interés sexual, en particular entre los machos, se incrementa ante la presencia de nuevas parejas. Por eso, quizá sea deseable cierto grado de escepticismo cuando cuatro hombres cantan que solo piensan en ti.

Aunque el efecto Coolidge se ha observado con más intensidad en los machos, algunos rasgos de nuestra fisiología muestran que, probablemente, tampoco ellas evolucionaron para entregarse a un solo hombre. La evolución es una batalla cruenta en la que hay que adaptarse a circunstancias cambiantes para no quedarse en el camino y de esa batalla quedan vestigios que nos pueden dar una idea de cuáles eran las amenazas que se afrontaron.

Gordon Gallup, psicólogo evolutivo de la Universidad del Estado de Nueva York, ha realizado una serie de experimentos para tratar de explicar la forma del pene humano, de mayor tamaño que en otras especies de grandes simios, incluidos los gorilas. Su longitud y la peculiaridad de su forma, con el glande en la punta, podría haber aparecido para actuar como una especie de bomba de vacío que extrajese el semen de machos anteriores. Esto implicaría que las hembras también tienen tendencias promiscuas.

Que haya rasgos promiscuos en nuestra naturaleza no implica que no podamos aspirar a sobreponernos a ellos si eso nos parece lo correcto

La diferencia de intereses evolutivos entre hombres y mujeres también habría producido un desfase entre los ritmos sexuales de ambos. Según esta hipótesis, ellas estarían preparadas para tener relaciones sexuales consecutivamente. Después, en el interior de su aparato reproductivo, se realizaría la selección del espermatozoide más adecuado para la fecundación. Esto explicaría porqué la eyaculación masculina es normalmente única y relativamente rápida y las mujeres están preparadas para sesiones de sexo más prolongadas y con varios orgasmos, o el motivo de los excitantes gritos femeninos, que cumplirían la función de atraer a nuevos candidatos a la paternidad.

Ejemplos como los anteriores sugieren que el ideal del amor con exclusividad sexual incorporada, probablemente, no forma parte de nuestra naturaleza. Quizá por ese motivo, precisamente, es una aspiración compartida por millones de personas en el mundo. Poca gente desea con tanta intensidad algo que puede conseguir con facilidad. No obstante, como recordaba en Materia el antropólogo Michael Tomasello, conocer determinados rasgos de nuestra naturaleza no implica que no podamos aspirar a sobreponernos a ellos si eso nos parece lo correcto. El racismo es un mecanismo integrado en nuestra biología y eso no significa que tenga que ser aceptable.

Por otro lado, la evolución es un proceso continuo, y los humanos llevamos siglos reutilizando capacidades surgidas en la sabana africana para realizar todo tipo de nuevas actividades. La lectura, por ejemplo, es posible porque nuestro cerebro reutiliza nuestra capacidad para reconocer rostros u objetos. Hormonas como la oxitocina o la vasopresina sirvieron durante millones de años para regular el comportamiento reproductivo de los mamíferos, estrechando lazos entre los progenitores y entre estos y sus crías, y estas mismas hormonas debieron de facilitar la creación de los vínculos que hicieron posible la aparición de una especie tan social como la humana. Después, como recordaba un estudio publicado en Nature la semana pasada, la aparición de las religiones permitió amplificar ese mecanismo hormonal para superar los vínculos de la tribu y comenzar a construir imperios.

Es probable que el amor que algunos celebrarán en San Valentín, con una exclusividad sexual perpetua, tenga tan poca relación con la naturaleza humana como las creencias religiosas. Sin embargo, es difícil discutir que ambas han desempeñado un papel. Calvin Coolidge, el protagonista de nuestra historia inicial, decía algo respecto a la religión que hoy puede resultar hoy chocante en una democracia: “Nuestro Gobierno descansa en la religión. De esa fuente derivamos nuestra reverencia por la verdad, la justicia, la igualdad y la libertad, y por los derechos humanos”. Quién sabe si dentro de un siglo, nuestra forma de vivir el amor parecerá igual de estrambótica a los habitantes del futuro.