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ADELA MUÑOZ PÁEZ | Artículo original

Amparo, la hija mayor del sargento chusquero José Poch, nacida en Zaragoza en 1902, salió respondona. Por ello, aunque se sometió a los deseos paternos y estudió magisterio, al finalizarlo hizo medicina, ocupación que según su padre no era tarea de mujeres. Tras licenciarse con las mejores calificaciones de su promoción, no se limitó a ayudar a los enfermos como exigía el juramento hipocrático, sino que intentó ayudar a todos los que sufrían injusticias, especialmente los obreros y los mujeres.

Viendo la necesidad de controlar la natalidad, fue una pionera en la implantación del método Ogino en España y trató las enfermedades venéreas, usualmente transmitidas por los hombres a sus sufridas esposas. Simultaneó la práctica de la medicina con una prolífica carrera como escritora que incluyó ensayos como Cartilla de consejos a las madres y La vida sexual de la mujer, una novela autobiográfica titulada Amor, poesía y artículos en defensa de los derechos de las mujeres. En 1934 se trasladó a Madrid donde trabajó como médico en la Mutua de la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT). Consciente de que los derechos de las mujeres no se defendían bien en las organizaciones sindicales, se afilió a la Federación de Mujeres Libres (FML) y fundó, junto a Mercedes Comaposada y Lucía Sánchez Saornil, la revista Mujeres libres en la que daba consejos médicos en la sección “Sanatorio del optimismo” como Doctora Salud Alegre. En esta revista publicó también un Elogio del amor libre porque estaba convencida de que al amor no se le podían poner bridas. 

Los inicios de la vida de María Teresa Toral, otra “roja” nacida en Madrid a comienzos del siglo XX, fueron muy distintos de los de Amparo Poch porque en la casa familiar -su padre era notario- había una gran biblioteca y medios para cultivar su afición a la música y a las artes plásticas. No obstante Teresa mostró, como Amparo, inclinación hacia una ocupación tan masculina entonces como la medicina: la ciencia. Estudió Farmacia para satisfacer los deseos familiares pero a la vez hizo Química, su auténtica vocación. Al finalizar ambas carreras brillantemente comenzó a trabajar como investigadora en el recién inaugurado centro Rockefeller bajo la dirección del gran químico Enrique Moles.

Ni Amparo ni Teresa tuvieron cabida en la España monocolor que emergió tras la Guerra Civil. La primera pasó la frontera francesa en 1939 y vivió en el sur de Francia el resto de su vida ayudando a exiliados y enfermos. Cuando en los años sesenta enfermó gravemente, sus hermanas se negaron a recibir en su casa a “una roja”, por lo que no pudo cumplir su último deseo de morir en España.

Teresa no pudo escapar al horror de las cárceles de mujeres de Ventas y Ávila durante los primeros años de la posguerra, pero esa traumática experiencia no le impidió seguir colaborando con la resistencia en la rebotica de su farmacia tras ser liberada. Sabiendo que estaba en peligro, decidió huir pero un antiguo amor la delató, volvió a ser encarcelada y sufrió torturas que la tuvieron varios meses en la enfermería. No obstante, lo peor fue que sobre su cabeza pesaba una petición de condena a muerte; pudo escapar de ella gracias a la intervención de la premio Nobel de Química Irène Joliot-Curie. Cuando obtuvo la libertad condicional huyó a México donde fue profesora de química y bioquímica en la universidad y retomó su afición por las artes plásticas, realizando grabados que la convirtieron en una artista de fama internacional. En una de sus exposiciones conoció a Lam Adomian, un compositor y director de orquesta judío ucraniano que había luchado en la Guerra Civil española con las Brigadas Internacionales, con el que terminó casándose.

La imposibilidad de desarrollar una carrera en la posguerra no afectó solo a las mujeres republicanas. Científicas brillantes como Piedad de la Cierva Viudes o Teresa Salazar, que militaron en bando “nacional”, también vieron truncadas sus carreras durante el franquismo. La única española que aparece en mis recuerdos infantiles de la década de los sesenta es Carmen Polo y, obviamente, su protagonismo no se debía a méritos propios.

Las historias de estas científicas y médicas nos recuerdan que los derechos de las mujeres nunca están consolidados y que en época de crisis son los primeros que se pierden. Por ello hay que seguir luchando cada día para afianzarlos, entre otras cosas porque la ciencia y la medicina no pueden prescindir del talento femenino en ninguna circunstancia, pero menos que nunca, como estamos teniendo ocasión de ver cada día, en época de pandemia.

*Catedrática de Química. Miembro de la red de científicas comunicadoras.