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La parálisis política y social para afrontar la reducción del coche tiene efectos sobre los más vulnerables

Olga Margalef | Artículo original

Esther Pérez nos dejó el mes de abril. Hace unos seis años, el servicio de oncología que le diagnosticaba el cáncer le daba poco tiempo. Pero ella dejó atrás todas las previsiones y vivió mucho más. Yo la conocí enferma. Pero me cuesta imaginar más empuje y determinación si es que la enfermedad le robó alguna. Esther tenía un cáncer de pulmón. Un jodido cáncer de pulmón. Algunos médicos dicen que el cáncer es una lotería que depende de múltiples factores, predisposición genética, hábitos de vida, factores ambientales. Podríamos decir que todos y todas partimos con algún boleto para que toque pero depende de cómo vivamos acumularemos más.

La Organización Mundial de la Salud cataloga la contaminación atmosférica como agente cancerígeno. Y un porcentaje importante de cánceres de pulmón (y de otros tipos) se atribuyen directamente a la mala calidad del aire. Un pensamiento aparecía con recurrencia en la mente de Esther. “¿Será posible que la ciudad que más amo me esté matando?”. Nunca sabremos si Esther –que nunca fumó- hubiera tenido cáncer de no vivir en Barcelona. Lo que sí que podemos asegurar es que vivir en una ciudad contaminada empeoraba y aceleraba su dolencia. Tenemos otros ejemplos. Numerosos pediatras recomiendan vivir fuera del área metropolitana a niños y niñas con asma o bronquitis crónicas. Si se van, la salud de los pequeños mejorará. Los días de más contaminación hay más afectados por ictus e infartos de miocardios. La ciudad actual no es lugar para enfermos.

Una lotería de gran variedad de enfermedades

Tres años atrás, la misma Esther lanzaba una pregunta a los representantes de las candidaturas que competían por la alcaldía de Barcelona en un debate sectorial: “¿Qué nos proponen a los enfermos en los días de episodio más allá de obligarnos a encerrarnos en nuestras casas?”. La pregunta tenía más punta de lo que parece. Deja en evidencia cómo la parálisis política y social para afrontar la reducción del coche en la ciudad tiene consecuencias sobre los más vulnerables. Y a largo plazo nos reparte boletos a todos y todas para una lotería de gran variedad de enfermedades. Vivir en Barcelona acorta la vida unos nueve meses de media.

Bertolt Brecht decía que había muchas formas de matar. Parafraseándolo podríamos decir que nuestras ciudades tienen muchas formas de expulsar. Los precios de los alquileres nos expulsan de nuestros barrios. La falta de oportunidades expulsa jóvenes al extranjero. El tráfico privado actual expulsa a los más enfermos, recomendándolos dejar la ciudad o restringiéndolos a no salir en los días de más polución. Las metrópolis contemporáneas no dejan de atraer nuevos vecinos pero a la vez centrifugan a los más vulnerables.

Pero querría transmitir a los lectores una buena noticia. A diferencia de problemas ambientales que requieren muchos años en revertirse –como la contaminación de acuíferos o suelos-, si tomamos medidas contundentes, la calidad del aire mejorará de forma inmediata. Todos percibiremos los beneficios. Un buen ejemplo es el Dublín de 1990. Hasta entonces la quema de carbón era un método de calefacción habitual, y el aire que se respiraba en invierno era pésimo.

Una ciudad inclusiva y libre de tóxicos

Estudios comparando la salud de la población antes y después de la prohibición de la quema muestran que las muertes por causas respiratorias y cardiovasculares se redujeron un 15 y un 10% respectivamente. La regulación comportó 360 muertes menos al año. El lobi del carbón presionó en contra y algunos partidos alertaron que la normativa perjudicaría a clases populares y jubilados. Pero lo cierto es que la transformación de la calefacción comportó un importante ahorro para todas las familias.

Uno de los retos de la percepción del problema es que respiramos de forma inconsciente y sin esfuerzo. La contaminación resulta un agente invisible. Pero sus víctimas no lo son. Tienen nombre y apellidos. Alrededor de 700 mueren prematuramente en Barcelona. Como activista, Esther dedicó mucha energía de sus últimos años de vida a reivindicar que el derecho a la ciudad también tiene que ver con la salud ambiental. La ciudad inclusiva que queremos tiene que combatir la precariedad y el racismo, tiene que garantizar servicios básicos y vivienda digna, pero también tiene que ser libre de tóxicos. Necesitamos ciudades que nos curen y cuiden, no ciudades que nos provoquen enfermedades y expulsen a sus enfermos. No podemos esperar más a reducir el espacio público dedicado al coche y a la moto y dedicarlo a las personas. La ecuación es muy clara: Menos coches es sinónimo de más salud.